Amo la paz y la soledad; aspiro a vivir en una casa
espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el de una fuente, cuando yo
quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del patio, en medio de los
árboles que, para salvar del sol y del viento el sueño de sus aguas, enlazarán
las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los pájaros que encontrarán
descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi sosiego con el vuelo
arbitrario y su canto natural; su simpleza de inocentes criaturas disipará en
el espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando mi frente el refrigerio
del olvido.
La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la
austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal
estorbará las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis
descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo
deslumbramiento de la verdad inalcanzable.
Las novedades y variaciones del mundo llegarán mitigadas
al sitio de mi recogimiento, como si las hubiera amortecido una atmósfera
pesada. No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión violenta: la luz llegará
hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la
distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto; la oscuridad
servirá de resguardo a mi quietud; las cortinas de la sombra circundarán el
lago diáfano e imperturbable del silencio.
Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la
esfinge ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi equilibrio los
días espléndidos de sol, que comunican su ventura de donceles rubios y
festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la penitencia.
En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el misterio de la
muerte.
Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a
sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora
última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un
transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi
cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán
cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura
despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros amigos.
José Antonio Ramos Sucre, nació
en Cumaná, Estado Sucre, el 9 de junio de 1890. Innovador
poeta, uno de los primeros venezolanos en cultivar el poema
en prosa, así como el uso de varias voces poéticas, en lugar de
limitarse a la tradicional voz de un "yo" único e inmutable.
Hijo de Jerónimo Ramos Martínez y
de Rita
Sucre Mora, sobrina del Gran Mariscal de
Ayacucho, Antonio José de Sucre, Ramos Sucre aprendió sus
primeras letras en Cumaná, y en 1900 fue enviado a Carúpano para ser educado
por su padrino y tío paterno, el presbítero e historiador José
Antonio Ramos Martinez, quien lo inició en el latín y los
libros, pero también le apartó de los juegos infantiles.
En Caracas estudió Derecho y Literatura en la Universidad
Central de Venezuela, obteniendo en 1917 el grado de Doctor en
Ciencias Políticas, a la vez que sumaba a los idiomas que ya manejaba, el
portugués, el sueco, el danés y el holandés. Durante 14 años desarrolló una
amplia labor como docente, y ya desde 1911 se había dado a conocer como poeta
publicando en casi todas las revistas y diarios, donde aparecieron al menos 108
de sus poemas en prosa.
Reunió su obra en Trizas de papel, Sobre
las huellas de Humboldt, ambos integrados a La
Torre de Timón. En 1929 publicó juntos dos libros distintos, Las
formas del fuego y El cielo de esmalte.
Hombre de carácter solitario
e introvertido, dedicó todo su tiempo al estudio, a la lectura y a su obra
poética, pero su labor intelectual se vio seriamente afectada por una
enfermedad nerviosa, cuyo síntoma más notorio era un insomnio pertináz. En
estado febril recorría las calles de la ciudad en horas nocturnas, buscando un
sosiego que su mal le negó, vivencias que registró en sus textos, en los cuales
expresó el sufrimiento que le causaba una fatiga mental cada vez más
pronunciada.
Para buscar aliviarse de su mal, aceptó viajar a Europa, pero no
encontró sanación, y el 13 de junio de 1930,
en la ciudad de Ginebra (Suiza), se suicidó ingiriendo una sobredosis de
veronal.
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