14 feb 2018

VUELTA A LA PATRIA. Juan Antonio Pérez Bonalde (Poema y Biografía)




Al conmemorarse hoy 14 de febrero de 2018, 72 años del traslado al Panteón Nacional de los restos mortales del poeta Juan Antonio Pérez Bonalde, les traigo en homenaje su biografía y el poema Vuelta a la Patria,  la producción lírica más conocida y famosa del poeta venezolano, publicada por primera vez en el libro Estrofas, editado por él en 1877 en Nueva York


VUELTA A LA PATRIA

I
¡Tierra! grita en la proa el navegante

y confusa y distante,

una línea indecisa

entre brumas y ondas se divisa.

Poco a poco del seno

destacándose va del horizonte,

sobre el éter sereno

la cumbre azul de un monte;

y así como el bajel se va acercando,

va extendiéndose el cerro

y unas formas extrañas va tomando;

formas que he visto cuando

soñaba con la dicha en mi destierro.


Ya la vista columbra

las riberas bordadas de palmeras,

y una brisa cargada con la esencia

de violetas silvestres y azahares,

en mi memoria alumbra

el recuerdo feliz de mi inocencia,

cuando pobre de años y pesares

y rico de ilusiones y alegría,

bajo las palmas retozar solía

oyendo el arrullar de las palomas,

bebiendo luz y respirando aromas


Hay algo en esos rayos brilladores

que juegan por la atmósfera azulada,

que me hablan de ternuras y de amores

de una dicha pasada

y el viento al suspirar entre las cuerdas,

parece que me dice “¿no te acuerdas?”…


Ese cielo, ese mar, esos cocales,

ese monte que dora

el sol de las regiones tropicales…

¡Luz! ¡Luz al fin! –los reconozco ahora:

son ellos, son los mismos de mi infancia,

y esas playas que al sol del mediodía

brillan a la distancia,

¡Oh inefable alegría!

son las riberas de la patria mía!.


Ya muerde el fondo de la mar hirviente

del ancla el férreo diente;

ya se acercan los botes desplegando

al aire puro y blando

la enseña tricolor del pueblo mío

¡a tierra! ¡a tierra! o la emoción me ahoga,

o se adueña de mí el desvarío!


Llevado en alas de mi ardiente anhelo,

me lanzo presuroso al barquichuelo

que a las riberas del hogar me invita.

Todo es grata armonía; los suspiros

de la onda de zafir que el remo agita;

de las marinas aves

los caprichosos giros;

y las notas suaves, y el timbre lisonjero,

y la magia que toma

hasta en labios del tosco marinero

el dulce son de mi nativo idioma.


¡Volad, volad veloces,

ondas, aves y voces!

Id a la tierra donde el alma tengo

y decidle que vengo

a reposar, cansado caminante,

del hogar a la sombra un solo instante;

decidle que en mi anhelo, en mi delirio

por llegar a la orilla, el pecho siente

dulcísimo martirio;

decidle, en fin que mientras estuvo ausente

ni un día, ni un instante la he olvidado,

y llevadle este beso que os confío,

tributo alentado

que desde el fondo de mi ser le envío.


¡Boga, boga, remero; así… llegamos!

¡Oh emoción hasta ahora no sentida!

¡ya piso el santo suelo en que probamos

El almíbar primero de la vida!


Tras ese monte azul cuya alta cumbre

lanza reto de orgullo

al zafir de los cielos,

está el pueblo gentil donde al arrullo

del maternal amor rasgué los velos

que me ocultaban la primera lumbre.


¡En marcha, en marcha, postillón, agita

el látigo inclemente!

y a más andar, el carro diligente

por la orilla del mar se precipita.


No hay peña ni ensenada que en mi mente

no venga a despertar una memoria,

ni hay ola que en la arena humedecida

no escriba con espuma alguna historia

de los alegres tiempos de mi vida,

Todo me habla de sueños y cantares,

de paz, de amor y de tranquilos bienes,

y el aura fugitiva de los mares

que viene, leda, a acariciar mis sienes,

me susurra al oído

con misterioso acento: “Bienvenido”.


Allá van los humildes pescadores

las redes a tender sobre la arena;

dichosos que no sienten los dolores

ni la punzante pena

de los que lejos de la patria lloran;

infelices que ignoran

la insondable alegría

de los que tristes del hogar se fueron

y luego ansiosos, al hogar volvieron.


Son los mismos que un día,

siendo niño admiraba yo en la playa,

pensando, en mi inocencia

que era la humana ciencia,

la ciencia de pescar con la atarraya.


Bien os recuerdo, humildes pescadores,

aunque no a mí vosotros, que en la ausencia

los años me han cambiado y los dolores.


Ya ocultándose va tras un recodo

que hace el camino, el mar, hasta que todo

al fin desaparece.

Ya no hay más que montañas y horizontes,

y el pecho se estremece

al respirar cargado de recuerdos,

el aire puro de los patrios montes.

De los frescos y límpidos raudales

el murmurio apacible;

de mis canoras aves tropicales

el melodiosos trino que resbala

por las ondas del éter invisible;

los perfumados hálitos que exhala

el cáliz áureo y blando

de las humildes flores del barranco;

todo a soñar convida,

y con suave empeño

se apodera del alma enternecida

la indefinible vaguedad de un sueño.


Y rueda el coche, y detrás del las horas

deslízanse ligeras

sin yo sentir, que el pensamiento mío

viaja por el país de las quimeras

y sólo hallan mis ojos sin mirada

los incoloros senos del vacío…


De pronto, al descender de una hondonada,

“¡Caracas, allí está!” dice el auriga,

y súbito el espíritu despierta

ante la dicha cierta

de ver la tierra amiga.


Caracas, allí está; sus techos rojos,

su blanca torre, sus azules lomas

y sus bandas de tímidas palomas

hacen nublar de lágrimas mis ojos.


Caracas, allí está; vedla tendida

a las faldas del Ávila empinado,

odalisca rendida

a los pies del sultán enamorado.


Hay fiesta en el espacio y la campiña,

fiesta de paz y amores:

acarician los vientos la montaña;

del bosque los alados trovadores

su dulce canturía

dejan oír en la alameda umbría;

los menudos insectos en las flores

a los dorados pistilos se abrazan;

besa el aura amorosa al manso Guaire,

y con los rayos de la luz se enlazan

los impalpables átomos del aire.

¡Apura, apura, postillón, Agita

el látigo inclemente!

¡Al hogar, al hogar, que ya palpita

por él mi corazón… ¡mas, no –detente!

¡Oh infinita aflicción! ¡Oh desdichado

de mí, que en mi soñar hube olvidado

que ya no tengo hogar!... Para, cochero,

tomemos cada cual nuestro camino;

tú, al techo lisonjero

donde te aguarda la madre, el ser divino

que es de la vida centro y alegría,

y yo … yo al cementerio

donde tengo la mía.


¡Oh insondable misterio

que trueca el gozo en lágrimas ardientes!

¿En dónde está, Señor, esa tu santa

infinita bondad, que así consientes

junto a tanto placer, tristeza tanta?
  
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II


Madre, aquí estoy; de mi destierro vengo

a darte con el alma el mudo abrazo

que no te pude dar en tu agonía;

a desahogar en tu glacial regazo

la pena aguda que en el pecho tengo

y a darte cuenta de la ausencia mía.


Madre, aquí estoy; en alas del destino

me alejé de tu lado una mañana

en pos de la fortuna

que para ti soñé desde la cuna;

mas, ¡oh suerte inhumana!

Hoy vuelvo, fatigado peregrino,

y sólo traigo que ofrecerte pueda

esta flor amarilla del camino

y este resto de llanto que me queda.


Bien recuerdo aquel día,

que el tiempo en mi memoria no ha borrado;

era de Marzo una mañana fría

y cerraba los cielos el nublado.

Tú en el lecho aún estabas,

triste y enferma y sumergida en duelo,

que con alma de madre contemplabas

el hondo desconsuelo

de verme separar de tu regazo.

Llegó la hora despiadada y fiera,

y con el pecho herido

por dolor hasta entonces no sentido,

fui a darte, madre, mi postrer abrazo

y a recibir tu bendición postrera.


¡Quién entonces pensara

que aquella voz angelical en mi oído

nunca más resonara!

Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,

dijiste al estrecharme contra el pecho:

“Tengo un presentimiento que me dice

que no he de verte más bajo este techo”.


Con supremo esfuerzo desliguéme

de los amantes lazos

que me formaban en redor tus brazos,

y fuera me lancé como quien teme

morir de sentimiento…

¡Oh terrible momento!

Yo fuerte me juzgaba,

mas, cuando fuera me encontré y aislado,

el vértigo sentí de pajarillo

que en la jaula criado,

se ve de pronto en la extensión perdido

de las etéreas salas,

sin saber dónde encontrará otro nido

ni a dónde, torpes, dirigir sus alas.


Desató el sollozar el nudo estrecho

que ahogaba el corazón en su quebranto,

y se deshizo en llanto

la tempestad que me agitaba el pecho.

Después, la nave me llevó a los mares,

y llegamos al fin, un triste día

a una tierra muy lejos de la mía,

donde en vez de perfumes y cantares,

en vez de cielo azul y verdes palmas,

hallé nieblas y ábregos, y un frío

que helaba los espacios y las almas.


Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,

mas suavizaba el sufrimiento impío

la esperanza de verte

un tiempo no lejano al lado mío.

¡Ay del mortal que ciego

confía su ventura a la esperanza!...

La ley universal cumplióse luego,

y vi en el alma presta,

la mía disiparse

cual mira en lontananza

torcer el rumbo en dirección opuesta

el náufrago al bajel que vio acercarse.


Bien recuerdo aquel día

que el tiempo en mi memoria no ha borrado

era de Marzo otra mañana fría

y los cielos cerraban otro nublado.


Triste, enfermo y sin calma,

en ti pensaba yo cuando me dieron

la noticia fatal que hirió mi alma,

lo que sentí decirlo no sabría…

sólo sé que mis lágrimas corrieron

como corren ahora, madre mía.


Después al mundo me lancé, agitado,

y atravesé océanos y torrentes,

y recorrí cien pueblos diferentes;

tenue vapor del huracán llevado,

alga sin rumbo que la mar flagela,

viento que pasa, pájaro que vuela.


Mucho, madre. He adquirido

mucha experiencia y muchos desengaños,

y también he perdido

toda la fe de mis primeros años.


¡Feliz quien como tú ya en esta vida

no tiene que luchar contra la suerte

y puede reposar en la seguida,

inalterable calma de la muerte;

sin ver ni padecer el mal eterno

que nos hiere doquier con saña cruda,

ni llevar en el pecho el frío interno

de la indomable duda!.


¡Feliz quien como tú, con altiveza

reclinó para siempre la cabeza

sobre los lauros del deber cumplido,

cual la reclina, por la muerte herido,

tras el combate rudo

risueño, el gladiador sobre su escudo!.


Esa, madre, es tu gloria

y la alta recompensa de tu historia,

que el premio solo del deber sagrado

que impone el cristianismo

está en el hecho mismo

de haberlo practicado.


Madre, voy a partir: mas parto en clama

y sin decirte adiós, que eternamente

me habrás de acompañar en esta vida;

tú has muerto para el mundo indiferente,

mas nunca morirás, madre del alma,

para el hijo infeliz que no te olvida.


Y fuera el paso muevo,

y desde su alto y celestial palacio,

su brillo siempre nuevo

derrama el sol cerúleo espacio…


Ya lejos de los tumultos me encuentro,

ya me retiro solitario y triste;

mas ¡ay! ¿a dónde voy? si ya no existe

de hogar y madre el venturoso centro? …

¿a dónde ---¡a la corriente de la vida,

a luchar con las ondas brazo a brazo,

hasta caer en su mortal regazo

con alma en paz y con la frente erguida!.

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 Juan Antonio Pérez Bonalde

(Caracas, 1846 - La Guaira, 1892) Poeta venezolano considerado el mejor exponente del Romanticismo en su país. Tardíamente llegó el Romanticismo poético a Venezuela de la mano de Juan Antonio Pérez Bonalde, pero no hubiese podido escoger mejor guía que este poeta. Su vida estuvo marcada por la pobreza y el exilio, las penurias y los trabajos ingratos y la pérdida de seres queridos, pero nada de ello le impidió atesorar una cultura literaria sin parangón en la Venezuela de su época. Como los grandes románticos europeos, fue adicto al opio y a los viajes, reales e imaginarios. Tuvo la suerte de llegar tarde al Romanticismo, gracias a lo cual pudo ahorrarse los aspectos más declamatorios y altisonantes de este movimiento, y la desgracia de morir antes de ver confirmado el carácter anunciador y precursor de su poesía en la de los venezolanos que le sucedieron. Se ha dicho de él que, después de Andrés Bello, fue, en el siglo XIX, el poeta más alto y cosmopolita de la historia del país.

Juan Antonio Pérez Bonalde

Pérez Bonalde era el noveno hijo de una familia de escasos recursos. Tanto su educación como su afición a la lectura se fraguaron en aquel hogar modesto. A los doce años sabía alemán y leía a los poetas románticos. Sus padres, Juan Antonio Pérez y Gregoria Bonalde, tuvieron que emigrar en 1863, cuando Venezuela se hallaba sumida en el caos de la Guerra Federal (1859-1863), la más larga contienda civil desde las guerras de Independencia. Durante los cinco años que duraron las exacciones de caudillos y montoneras y las epidemias de malaria y disentería que las acompañaban, perecieron en Venezuela (de cerca del millón ochocientos mil habitantes que contaba entonces el país) entre 150.000 y 200.000 venezolanos, es decir, del ocho al once por ciento de la población del país.

El joven Pérez Bonalde tenía quince años cuando conoció su primer exilio. Su padre era un liberal, y se le conminó a escoger entre el destierro o una muerte casi segura. Sin recursos, en la mayor pobreza, la numerosa familia fue a parar primero a Puerto Rico y después a Santo Tomás. Juan Antonio ayudaba a su familia dando clases de piano y haciendo de maestro de escuela. En 1864 regresó a Venezuela y colaboró con publicaciones liberales.

En 1870 se incorporó a una Sociedad Patriótica que asumió posturas críticas ante el nuevo gobierno autoritario del general Antonio Guzmán Blanco. Pérez Bonalde era ya conocido como poeta entre sus amigos, quienes lo incitaron a escribir una sátira contra el presidente. Esto bastó para que las autoridades lo expulsaran del país. Para hacerse una idea del clima imperante bajo el gobierno del "Americano Ilustrado", baste una conocida anécdota. En 1873, en un certamen literario cuyo tema impuesto era la exaltación de un genio de la ciencia, resultó vencedor el autor de un poema en el que se cantaban loas a Copérnico y que llevaba por título El poder de la idea. Pero como el desafortunado ganador había omitido mencionar en su panegírico al presidente de la República, éste ordenó que no se le hiciera efectivo el premio. "Que le cobre a Copérnico", fue su comentario, para que el poeta tuviera "una idea del poder".

Pérez Bonalde se estableció en Nueva York, donde trabajó para Lanman y Kemp-Barclay, una fábrica de perfumes. De 1870 a 1888 viajó incansablemente como agente comercial por diversos países de Hispanoamérica, Europa, Asia y Medio Oriente. Extraordinariamente dotado para el aprendizaje de lenguas, "hablaba con impresionante perfección el inglés, el alemán, el francés, el italiano y el portugués. Hasta el danés y el chino parece que llegó a entenderlos", según apunta Arturo Uslar Pietri. Pérez Bonalde fue el primer escritor venezolano verdaderamente cosmopolita, mezcla de Chateaubriand y de Heine del Caribe. En 1877 publicó su libro de poemas Estrofas, que incluye su más célebre composición, Vuelta a la patria, sin duda el poema lírico venezolano más importante del siglo XIX. Y fue en Ritmos donde, en 1880, recogió Poema del Niágara, un canto a la naturaleza en la mejor tradición romántica.

En 1883 vivió su más honda tragedia personal con la muerte de su única hija, Flor, suceso que le inspiró otra de sus notables composiciones y la decisión de no volver a publicar su poesía. De regreso al país en 1889, tras la muerte de su madre, recibió el homenaje del mundo intelectual. Una muerte súbita lo sorprendió antes de que pudiera encargarse de una misión diplomática que le había sido encomendada. Su salud se había resentido gravemente tras años de privaciones, tragedias familiares y vida trashumante.



Conviene destacar su obra como traductor, al menos tan importante como su producción poética. Además de sonetos de Shakespeare, son especialmente notables sus versiones de El cancionero de Heinrich Heine (1885) y del poema El cuervo, de Edgar Allan Poe (1887), la primera en lengua castellana. Del prólogo que escribió a su traducción de Heine opinaba Menéndez Pelayo que es "el monumento más insigne que hasta ahora han dedicado las letras castellanas al último gran poeta que hemos alcanzado en nuestro siglo", y, de la versión misma, que representaba "uno de los libros de poesía castellana que más instinto poético demuestra, aun siendo trasladado de pensamientos ajenos". Entre los venezolanos, Jacinto Fombona Pachano veía en las traducciones de Pérez Bonalde más instinto innovador y audacia que en su propia poesía: "Fuera de un Gustavo Adolfo Bécquer, no recordamos otro alguno de los románticos que hubiese comprendido mejor, por ejemplo, el aliento extraño y renovador de la poesía nórdica".

No es exagerado considerar a Juan Antonio Pérez Bonalde como el más grande de los románticos venezolanos y el precursor de la moderna poesía venezolana. Su búsqueda y frecuente hallazgo de la precisión verbal permite descubrir en Pérez Bonalde a un poeta auténtico. Ésta es, precisamente, su más alta lección: decir más con menos en un tiempo donde abundaban el floripondio y la vaguedad retórica. Su obra poética, no muy extensa, lleva la impronta del romanticismo melancólico: nostalgia de lo perdido, culto a los muertos, crepuscularismo. Es un excelente lírico romántico de evocaciones nostálgicas, cuyos ecos lo acercan más al posromanticismo que al modernismo. Y su poesía influyó poderosamente en la lírica venezolana. Sus poemas más recordados son la elegía Flor (dedicada a su hija Flor, que murió siendo muy niña), Primavera, Poema del Niágara y Vuelta a la patria.

Expresión del dolor del desterrado que regresa a su país, donde le espera, desgraciadamente, la tumba de la madre muerta, Vuelta a la patria (1875) es a la vez un composición sobre el amor patrio y el amor filial, nutridos y fortalecidos en la ausencia. El poema fue escrito en el mar, mientras el barco que transportaba a Pérez Bonalde navegaba no hacia La Guaira, como podrían hacérnoslo creer algunas de sus referencias, sino hacia Puerto Cabello, donde lo acogieron parientes y amigos, ante los cuales leyó su composición. La pervivencia de este poema debe atribuirse a su calidad emotiva, a la sinceridad y a la profundidad del sentimiento expresado, al contenido tan humano que encierra, así como al don lírico y a la plasticidad de una expresión densa y matizada, cuyo ritmo externo se amolda maravillosamente al de la emoción.

Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/p/perez_bonalde.htm


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